El Maestro De La Madre

No hay carrera más noble que la maternidad en su mejor momento. No hay posibilidades mayores que ella, y en ningún otro ámbito tiene el fracaso mayores penalidades. ¿Con cuánta diligencia, entonces, debe una madre prepararse para tal tarea? Si un mecánico, para usar de sus “herramientas”, debe estudiar en una escuela técnica, y si un doctor, en cuyas manos se encomiendan vidas humanas, debe ir a una escuela médica … cuánto más una madre, ¿quien moldea las almas de los hombres y mujeres del futuro, debe aprender en aquella escuela más elevada, del Maestro y escultor mismo, Dios?” – Elizabeth Elliott

La Sirvienta sin nombre

La pequeña sierva esperaba en la oscuridad al lento amanecer de un nuevo día. Lagrimas de temor y dolor bañaban sus mejillas sucias, dejando riachuelos de manchas en el rostro. La tristeza y las memorias del ayer la atemorizaban. Había perdido a su familia entera a las manos del ejército cruel de los sirios. Como si fuera poco, también perdió su propia libertad. Ahora se encontraba esclavizada al mismo que ordenó su cautiverio y la separación perpetua de aquellos a quien ella más amaba. En un abrir y cerrar de ojos, fue despojada de todo lo que amaba. Bueno, casi todo, porque hubo una sola cosa que nadie le podía quitar: su fe en Dios, el verdadero Dios, el Dios de Israel, el Dios de su papá y mamá. Jamás olvidaría las muchas veces que ella y su familia habían hablado de su Dios tan maravilloso. Aun como niña, ella vio lo que Él había hecho por Su pueblo Israel. Había escuchado las historias inigualables del profeta Elías. No quiso jamás olvidarlas. 

Mientras seguía acostada en el silencio de esa mañana tan temprana, cerró sus ojos y pensó en cada uno de sus familiares: sus rostros, su risa, y tantos recuerdos. Recordaba como sus voces unían al proclamar juntos: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes.” Ella decidió que iba a ser como sus papás. A pesar de estar tan lejos en tierras extranjeras, ella mantendría su fe en Dios, aunque su corazón se partía y las lagrimas no dejaban de caer. Hablaría con otros de Él, su Dios, Jehová, en esa tierra tan cruel donde se adoraban celosamente a los ídolos.

Como sierva, su trabajo era estar al pendiente de la esposa del general, dispuesta de cumplir con todo requisito y deseo. Su mente alerta, miraba a su señora. A veces, al sólo ver su semblante, podía anticipar sus necesidades. De vez en cuando, parecía que una sombra pasaba sobre su rostro, como si una nube oscurecía los rayos del sol. La sirvienta sabía porqué su señora estaba triste. Su esposo, el valiente general del ejército sirio, Naamán, tenía lepra. Su gran valor no pudo librarlo de los efectos de esa enfermedad tan penosa. Al ver que su señora sufría día tras día, por fin dijo la pequeña: “Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra.” Cuando ella decidió encomendar su vida a Dios, aun en esas condiciones desesperantes, Él le dio un amor por esa familia. Fue inexplicable que amara al hombre que había herido tan profundamente a su familia. Las palabras apenas escaparon de su boca cuando llegaron a oídos del rey. Juntaron oro, plata, y ropajes elegantes en preparación del viaje que emprendería Naamán. El rey mismo lo despidió, pero no sin antes darle una carta al rey de Israel. Seguramente, fue la primera vez que el general iba a Israel, no para despojar y matar, sino a buscar la ayuda delDios de Israel.

Pocos días después, así como la sirvienta había dicho, el general regresó sanado físicamente y cambiado espiritualmente por completo. Cuando la pequeña miraba al rostro de su señora, ahora veía alivio y sorpresa, acompañado por lagrimas de alegría, en vez de aquel semblante preocupado. Naamán había puesto su fe en Dios, el Dios de la doncella de Israel. Aunque pequeña, ella glorificó a Dios ante el general, y ante el rey mismo de ese enemigo cruel, Siria.

Salmo 123:2 dice: “He aquí, como los ojos de los siervos miran a la mano de sus señores, Y como los ojos de la sierva a la mano de su señora, Así nuestros ojos miran a Jehová nuestro Dios,Hasta que tenga misericordia de nosotros.”

De la misma manera que la sirvienta observaba a su señora para saber qué hacer, nuestros ojos, como madres, deben observar a nuestro Salvador. Muchas veces, nosotras como madres no tenemos idea qué hacer o qué decir ocómo entender las necesidades de nuestroshijos. Dios siempre sabe. Él conoce lo que está en el corazón del niño, y si mantenemos nuestros ojos fijados en Él, obedeciendo Sus mandamientos , Él nos ayudará a decir y hacer lo que debemos. Yo soy insuficiente, en mis propias habilidades, de criar a mis hijos como debo. Desesperadamente necesito ayuda divina. Hace poco, con esto en mente, estuve hablando con uno de mis hijos. Al escuchar a mi hijo, ahora ya un adulto, oré que Dios me diera las palabras que debía decir. Cuando respondí con las palabras que Dios puso en mi corazón, mi hijo me miró y exclamó: “¡Mamá,ya comenzaste a predicar!”

Dios puede poner en nuestros corazones lo quedebemos decir o hacer. Debemos considerarque esos mandamientos no solamente son“una buena idea”, sino la respuesta a alguna necesidad de nuestros hijos. Puede ser que Diosnos guie a jugar a “las traes” o a “las escondidas”con nuestros hijos, o a pedir perdón por algo que dijimos o hicimos, o a poner a trabajar alos hijos en los quehaceres de la casa (aunquenosotras los podemos hacer más fácilmente), o a darle un abrazo a nuestro hijo adolescente, o a ir al cuarto de una hija joven para hablar conella.

Cuando confiamos en Cristo como nuestro Salvador, el Espíritu Santo entró en nosotros. ¡Que maravilloso tesoro es tener Su voz para dirigirnos! Si apagamos al Espíritu, pronto dejaremos de escuchar Su voz. Él nunca nos guiará a hacer algo que va en contra de la Palabra de Dios. Si deseamos formar bien a nuestros hijos, la dirección del Espíritu Santo será preciosa para nosotras. Sin embargo, a veces dejamos de escuchar Su Palabra por las ocupaciones y distracciones de la vida. Si tan solo escucháramos, y contentas obedeciéramos lo que El nos pide, seríamos más eficaces como madres. El ejercicio más espiritual que podemos emprender es hacer lo que Dios nos pide con un corazón humilde y sensible.

La pequeña sirvienta estaba vestida con la ropa de siervos. Ella viviría todos los días de su vida vestida como sierva. Al ser madres, se nos pide usar ropaje de siervos. Es posible perder nuestro gozo al usar esa ropa, aunque no debemos, pues Jesús mismo se ciñó de siervo. Al buscar a Dios y Su Palabra, al caminar con Él, tendremos ayuda al saber cómo cuidar de nuestros pequeños, cuidar nuestro hogar, usar de palabras alentadoras o sabias, disciplinar con amor, y responder a ellos con el amor de Cristo. Estamos abriendo un camino que nuestros hijos podrán seguir. Al invertir nuestras vidas en nuestros hijos, nos preguntaremos si hemos hecho alguna diferencia. Tengan por seguro que sí.

Hay un día que recuerdo en gran detalle. Tenía dos años de edad. Mi Papi había llevado amis tres hermanos mayores y a mi al hospital.Recuerdo lo pequeño de estatura que me sentí al mirar alrededor a todos los que estaban mucho más altos. Mi Papá dijo: “Marcy, vámonos.” Me cargó en sus brazos y subimos por unasescaleras. Mis hermanos esperaron en una salade espera a que les tocara su tiempo. Él abrió una puerta, y al entrar, miré a la derecha y vi a mi Mami en la cama. Al instante de verme, su rostro se iluminó con una gran sonrisa, una sonrisa que siempre atesoraré. “¡Hola, Marcy!”, me dijo, contenta. Fui hacía ella, pero antes de llegar a su lado, un gran velo negro apaga mi memoria. Ese fue el día que me despedí de mi Mami, y no la veré de nuevo hasta llegar al cielo. Aunque tenía tan solo dos años de edad, tengo esa memoria, y algunas otras también, de mi Mami linda. Muchos no tienen memoria de lo que pasó a esa temprana edad, pero Dios me lo permitió. El tiempo que tuve con mi Madre fue muy corto, pero ella siempre se entregó del todo por mí en los momentos que tuvimos, y yo la recuerdo. En verdad, la recuerdo casi cada día de mi vida. Nunca he dudado de su amor por mí.

En la historia de la pequeña sirvienta, aunque su madre no se menciona, estoy segura que tuvo una madre que la amó entrañablemente, le enseñó bien, y le demostró un amor y devoción personal a Dios. La pequeña sirvienta nunca dudo del Dios de Israel, y supo que era un Dios poderoso. Aunque la nación de Israel había dejado de seguir a Dios, esa familia confió en Él, enseñó a los hijos de Sus caminos, y obedeció a Él. El impacto que eso tuvo en la pequeña fue tan grande que ni el temor o terror del ejército sirio pudo apagar su fe. La pequeña fue vestida con los trapos de esclavitud, pero su carácter interno fue hermoso. No era dueña de nada terrenal, pero poseía un tesoro por el cual el Rey de Siria ofrecería sus millones.

Te animo, compañera en el ministerio maternal, escucha al Maestro, El que amó nuestras almas y las de nuestros hijos. Habremos cometido errores en el pasado, y yo sé que yo he cometido muchos, pero Él nos ayudará. La pequeña de Israel podrá haber sido tentado a retener el tesoro que tenía, no hablándoles de su Dios, y dejándoles sufrir un dolor más intenso de aquella a la que ellos le habían sometido. Pero el dulce espíritu formado por su madre no le permitía guardar silencio.

Estoy agradecida que la voluntad de Dios por nosotras comienza hoy, comienza ahora. Despojémonos de todo pecado, labor, actividad,o cualquiera cosa que nos haya alejado de lavoluntad de Dios, y seamos dispuestas a hacer todo lo que Él nos pide.

Elizabeth Elliott también dijo: “Esta labor me fue dada. Entonces, es un regalo. Entonces, es un privilegio. Entonces, es una ofrenda que doy a mi Dios. Entonces, debe ser hecho con gozo, si se hace para Él. Es aquí, y no en otro lugar, donde aprenderé el camino de Dios. En esta labor, y no en otra, Dios busca fidelidad.”

Hna. Marcy Yant Patterson

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